La mañana despertaba lentamente, un cielo plomizo se extendía, con algunas gaviotas gritándose entre ellas, haciendo piruetas en el aire, muy a lo lejos. Esa mañana me mostraba el cementerio de Algeciras como un lugar único, entre silencios y con un olor a mar inconfundible.
Sus pasillos recorren cientos de lápidas repletas de flores, dejadas allí por familiares y seres queridos. Fallecidos que no desaparecen gracias al vivo recuerdo de sus allegados.
Mientras camino, alzo la mirada y veo unos nichos semiescondidos, sin lápida, con pegotes de cemento superpuesto con diferentes números y fechas.
Leo una letra “D”. Una letra que marca, me dicen, los nichos aquí, en Algeciras, donde están enterrados los inmigrantes sin identificar muertos en pateras. Suelen ser los nichos más altos, los que menos demanda la gente.
“D”….letra de desconocido, los nichos reservados para los sin nombre.
Por aquí todos los días varios cadáveres flotan sin vida entre las rocas del mar.
Costeados por una empresa municipal, cada vez, dicen, que hay mayor número de cadáveres sin identificar.
Es el drama diario de las pateras, de los sueños rotos, de la huida desesperada de la pobreza y la muerte.
Un trabajador me comenta, con una mirada triste en sus ojos, que en cierta manera, en ese nicho descansa un afortunado.
Sin darme tiempo para preguntarle el por qué de esa afirmación, me sigue relatando que no todas las familias de marroquíes tienen suerte de poder enterrar a sus difuntos.
Cuando las autoridades españolas averiguan la identidad de los cuerpos que descubren en el mar o el las orillas de las playas, las familias no pueden costearse el traslado del fallecido (que ronda los
3000 euros aproximadamente).
Las familias quedan atrás, soñando que su hijo logra la ansiada prosperidad y con la llegada de ese dinero que les enviará para seguir viviendo cuando nunca sabrán con certeza si seguirán vivos o muertos. La ignorancia como sustento de esperanza.
Miro otra vez el nicho. Comienza a llover, las gotas resbalan por la pared y que cierto es la frase, de un
Bécquer, que decía
” qué solos se quedan los muertos..”Manuel, el trabajador me acompaña a la salida del cementerio y mientras camino entre olores a rosas y crisantemos cuenta la historia de
Mohamed Said Ahattach, de 17 años. Es una historia triste de hace unos años.
Este chico pasó dos meses en una cámara frigorífica de la morgue de Algeciras.
Consiguió pisar la orilla, sano y salvo después de un tremendo viaje a través del mar. Sus sueños conseguían tener forma, cuando falleció atropellado mientras hacía autostop en la carretera N-340, dos días después...
En el bolsillo del pantalón encontraron un papel con un teléfono con la tinta casi borrada de un familiar que vivía en Barcelona. Así fue identificado.
Manuel para de hablar. Me mira y me dice: _
Costó 620.000 de las antiguas pesetas la repatriación…imagínate, costear este dinero, cuando apenas esa familia tiene para alimentar a sus hijos más pequeños…además que las mafias pueden cobrar a un inmigrante que quiere llegar a España en patera desde 360 euros hasta 45.000.Pienso, cuando paseo por la playa, la infinidad del mar. 14 kilómetros separan las costas españolas de las africanas. Desde allí vienen cientos de emigrantes en paupérrimos cayucos, soportando sed, hambre, frío. Estas personas tienen que ser de una valentía atroz, con una fuerza excepcional ya que la esperanza y los sueños de vivir supera con creces cualquier expectativa.
Ahora hay un aumento significativo de niños pequeños en pateras.
Desde finales de los años 90, la emigración ha aumentado sobretodo en los menores de edad.
Aquéllos que viajan en pateras proceden de zonas rurales, mientras que los menores que viajan como polizones o escondidos en los camiones proceden de la periferia de las grandes ciudades. Hasta finales de 2002 los menores emigraban principalmente como polizones en los barcos o escondidos en los bajos de los camiones (a excepción de los menores que emigran desde Tarfaya a las Islas Canarias, que sí utilizan la patera). Pero desde enero de 2003 comienza a aumentar el número de menores que llegan en pateras a las costas andaluzas, una nueva variante: la paterización de la migración de menores.
Vemos caras de niños ateridos de frío entre adultos que tienen, el mismo rostro de miedo.
*Foto. Una mujer coge a su bebé en brazos en una ambulancia en la isla de Fuerteventura después de que el barco en el que viajaba fuera interceptado por las autoridades.©REUTERS / JUAN MEDINA /
La Cruz Roja, con su excepcional trabajo por cierto, viene alarmando desde hace años este aumento de inmigrantes menores y mujeres que viajan a bordo de las pateras.
Entre el día de ayer y esta madrugada, más de cuatrocientos inmigrantes han llegado a las costas canarias y entre ellos había diez menores, con edades comprendidas entre diez y 12 años.
En Granada, hoy han detenido a diez inmigrantes, también menores, que lograron llegar a la playa.
Para el caso de los menores marroquíes por ejemplo, la repatriación es un tema complejo ya que, aunque se localice a la familia, si ésta rechaza acogerlo, el fiscal tiene que denegar la devolución del niño, que tendrá que permanecer en España.
Algunos mienten sobre su edad para evitar la repatriación. Los menores pasan a un centro de acogida, donde recibe cursos de formación y de español, tutelado por las comunidades autónomas hasta que cumpla 18 años.
Todo esto han provocado que las mafias se hayan especializado en traer a menores (verdaderos o falsos), y muchos vienen con la idea de ponerse a trabajar cuanto antes para enviar dinero a sus familias, pero se dan de bruces con que la legislación española no se lo permite.
Lo cierto es que estos “desconocidos” volverán a jugarse la vida por un futuro mejor. La supervivencia de este siglo. Los ojos ajenos llenos de dolor y esperanza a partes iguales volverán a inundar las noticias con estas avalanchas de personas y mafias especialistas en enviar cayucos se enriquecen, y los Gobiernos, el mundo, se ve impotente ante esta situación.
Mientras, un niño, una mujer, un hombre permanece en un depósito esperando a ser identificado, en nichos altos, sin lápida, con un garabato que describe una “D” y unos números sin alma.
Y otro niño en Senegal mira a las estrellas soñando que mañana le espera el gran viaje hasta llegar a Europa. Guarda una vez más en el bolsillo del pantalón un pequeño trozo de papel. Es el teléfono de un familiar que consiguió burlar a la muerte y trabaja en Madrid. Su futuro está lleno de esperanza.